illustrated by Helia Toledo
Two teenage girls, Virginia and “I”, spend the summer of 1989 in the unlit stairwells of their apartment block, smoking and reading a book about serial killers. That’s what you do when you are fifteen, infatuated with death and like the colour black. Of course, the gloom is mundanely explained by the frequent powercuts, but I think that even the uninterrupted electricity supply would change the protagonists’ tastes at the time. Then something horrible happens.
It’s a strange pleasure to read this deliciously dark longish short story, or a short novella. To hold the book in hands, even better. The dried blood hue dominate the suitably sombre, almost monochrome watercolours by Helia Toledo. The unnamed narrator could well be the author herself; at least Enríquez says that the story has quite a few autobiographical elements in it. The Neogothic cathedral mentioned in the beginning of the story must be the Cathedral of La Plata.
La ciudad era pequeña pero nos parecía enorme sobre todo por la Catedral, monumental y oscura, que gobernaba la plaza como un cuervo gigante. Siempre que pasábamos cerca, en el coche o caminando, mi padre explicaba que era estilo neogótico, única en América Latina, y que estaba sin terminar porque faltaban dos torres. La habían construido sobre un suelo débil y arcilloso que era incapaz de soportar su peso: tenía los ladrillos a la vista y un aspecto glorioso pero abandonado. Una hermosa ruina. El edificio más importante de nuestra ciudad estaba siempre en perpetuo peligro de derrumbe a pesar de sus vitrales italianos y los detalles de madera noruega. Nosotras nos sentábamos enfrente de la Catedral, en uno de los bancos de la plaza que la rodeaba, y esperábamos algún signo de colapso. No había mucho más que hacer ese verano. La marihuana que fumábamos, comprada a un dealer sospechoso que hablaba demasiado y se hacía llamar El Súper, apestaba a agroquímicos y nos hacía toser tanto que con frecuencia quedábamos mareadas cerca de las puertas custodiadas por gárgolas tímidas. Nunca fumábamos apoyadas contra las paredes de la Catedral, como hacían otros, más valientes. Le teníamos miedo al derrumbe.
Era tarde, pero la falta de electricidad enloquecía los horarios, resultaba imposible dormir con tanto calor y, a pesar de la oscuridad, la gente estaba en la calle más que nunca, abanicándose, silenciosa en sus sillas de plástico, esperando que la luna roja explotara en el cielo o las estrellas lanzaran haces de luz que nos devolvieran la electricidad o acabaran con nosotros. Los ventiladores, muertos, parecían reírse del sopor y de algún llanto mortecino que, a veces, rompía el silencio.
De noche, me rodeaba el cuello con mis propias manos, en la cama, la cabeza sobre la almohada, y pensaba que las manos eran las de Richard, y que él apretaba hasta sacarme todo el aire, hasta romperme las vértebras. Yo sabía que, además, había violado a las mujeres, pero eso nunca aparecía en mis fantasías nocturnas, que eran delicadas y virginales.
Nuestra rutina era sencilla. De día buscábamos la frescura en la sombra y, si resultaba imposible, nos bañábamos en la pileta; jamás tomábamos sol.
También fumábamos en la escalera de mi edificio, que siempre estaba fresca. Nadie nos prohibía fumar tabaco. No se veía nada en la escalera, pero al menos no hacía calor porque jamás daba el sol: tapaba la luz otro edificio y, además, las escaleras no tenían ventanas. En la oscuridad, las brasas se encendían con cada pitada, anaranjadas como luz de luciérnagas, y cuando alguien bajaba la escalera, a veces con una linterna, otras tanteando las paredes, no nos prestaba atención. Nadie nos prestaba atención.
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