The first time I had a go at this book was some five years ago. I liked The Prince of Mist and was ready to take on Zafón in the original. Besides, I just finished Angela Carter’s Fireworks and thought I could read anything.
There was no way that the very first sentence — “Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados” — would not remind me of One Hundred Years of Solitude. After a brisk start (the first chapter is a sheer magic), I found myself slowing down, as if wading through increasingly sticky sand. Upon reaching the chapter dealing with unfortunate events succeeded on Daniel’s sixteenth birthday, I came to a halt. Which was a shame since I was a page away from discovering the novel’s most colourful character, one Fermín Romero de Torres.
The book has laid dormant on the desk for three years. Last spring I dusted it off and started again from the beginning. This time I was not in a hurry and tried to enjoy every single page. Because it’s meant to be enjoyed.
As is the case with almost every novel I’ve read, this one could benefit from being shorter. For instance, a 100-page-long “story within a story”, narrated by Nuria Monfort, explains the things that the reader must have already figured out. La sombra del viento might be a flawed masterpiece but a masterpiece nonetheless. I learned — and, sadly, already forgot — a lot from it. So more reasons to re-read it in another five years’ time.
— No me ofenda, Daniel. Le recuerdo que está usted hablando con un profesional de la seducción, y eso del beso es para amateurs y diletantes de pantufla. A la mujer de verdad se la gana uno poco a poco. Es todo cuestión de psicología, como una buena faena en la plaza.
— O sea, que le dio calabazas.
— A Fermín Romero de Torres no le da calabazas ni san Roque. Lo que ocurre es que el hombre, volviendo a Freud y valga la metáfora, se calienta como una bombilla: al rojo en un tris, y frío otra vez en un soplo. La hembra, sin embargo, y esto es ciencia pura, se calienta como una plancha, ¿entiende usted? Poco a poco, a fuego lento, como la buena escudella. Pero eso sí, cuando ha cogido calor, aquello no hay quien lo pare. Como los altos hornos de Vizcaya.
Sopesé las teorías termodinámicas de Fermín.
— ¿Es eso lo que está usted haciendo con la Bernarda? — pregunté —. ¿Poner la plancha al fuego?
Fermín me guiñó un ojo.
— Esa mujer es un volcán al borde de la erupción, con una libido de magma ígneo y un corazón de santa.
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